viernes, 6 de mayo de 2016

Cierta noche prolongué mi visita en la cárcel más de lo acostumbrado, departiendo con el Garibaldino, y habiendo yo de antemano hecho recaer la conversación sobre las aventuras, vida, carácter y rasgos generosos de algunos célebres bandidos, entre los cuales cité naturalmente al famoso José María. Al citar este nombre convino conmigo en que había manifestado en alguna ocasión rasgos plausibles; pero añadió en seguida, con expresión desdeñosa, que, aparte el valor, era una figura muy vulgar, sin elevación alguna, sin grandeza de miras, y sin aquella intención social que sólo puede concebirse en un espíritu verdaderamente superior, ilustrado además por la educación y la cultura.Confieso francamente que llamó sobremanera mi atención la inesperada frase de intención social, y en aquel momento, por una inevitable asociación de ideas, me acordé del famoso drama de Schiller, titulado Los bandidos, en que se idealiza hasta el extremo la ruptura de todo vínculo con la sociedad, bajo el pretexto de reformarla, y maquinalmente exclamé: ¡No era posible que José María fuese un Carlos Moor!1 Es cierto! ¿Conoce usted ese gran drama? preguntóme el antiguo capitán Garibaldino. Sí, le conozco. He ahí la realización y apoteosis del ideal, que siempre he llevado en mi corazón y en mi mente! ¡Qué concepción tan gigantesca! ¡Qué tipo tan simpático y maravilloso! Y el capitán Mena, con los ojos radiantes y con trágica entonación, comenzó a recitar en alemán largas tiradas de versos de este bellísimo y a la par deplorable drama. Yo, entre tanto, le contemplaba silencioso, admirado y afligido. Cuando hubo terminado sus recitaciones, exclamó: Carlos Moor es el verdadero bandido, bueno y honrado!
Qué quiere usted decir?

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